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Fuente: http://www.escritores.org/biografias/118-julian-marias
Julián Marías Aguilera
«Un texto palpitante, es una mirada serena, necesaria, moral, sobre la guerra: una visión responsable. Un texto admirable, una meditación emocionante.» Juan Pablo Fusi
Julián Marías escribió este breve ensayo para vencer a la guerra, para advertir contra el gran peligro que pudiese suponer una nueva falsificación. «No podemos olvidarla –clamaba–, porque eso nos expondría a repetirla».
Reseña en ABC: http://www.abc.es/20120429/cultura/abci-julian-marias-guerra-civil-201204271954.html
http://loscuadernosdecarlos.blogspot.com.es/2012/04/julian-marias-y-la-guerra-civil.html
Por Raul Mir: http://www.raulmir.com/bitacora-del-lector/la-guerra-civil-como-pudo-ocurrir/
AL MARGEN DE LA CASA ENCENDIDA
I
LUIS ROSALES
Si mi memoria es fiel, se van a cumplir treinta y ocho años del tiempo en que encontré a Luis Rosales. Era en la Facultad de Filosofía y Letras, en la Ciudad Universitaria recién estrenada, allí donde Madrid miraba a la Sierra. Rosales era mayor que yo, cuatro años exactamente, pero como estudiante madrileño resultaba dos años más joven: venía de Granada, con acento cerrado, alto y esbelto, gruesos cristales ante los ojos claros y un aire que se nos antojaba «moreno de verde luna». Los estudiantes de la Facultad solíamos andar en lo que se podría llamar «constelaciones»; por razón de antigüedad —y por otras menos aparentes— las nuestras eran distintas; pero «tangentes»: algunos miembros eran comunes, y así se iba tejiendo la intrincada galaxia humana que era la Facultad, y que Rosales ha cantado.
Nuestro contacto se interrumpió por la guerra civil; nuestra amistad no; al contrarío; a pesar del tiempo transcurrido y de que las circunstancias exteriores hubieran debido separarnos, cuando volvimos a encontrarnos en 1939 ó 1940 nos sentíamos más cerca, más verdaderamente amigos que lo habíamos sido en las aulas y los corredores de la Facultad; señal de que la guerra no había podido enajenarnos y convertirnos en otros que nosotros mismos. Una amistad no muy frecuente pero de calidad para mí inestimable se fue anudando despacio, sin voluntad ni deliberación, dejando a las cosas ser lo que por sí mismas iban siendo. Durante muchos años, desde 1951 hasta hace poco, esta amistad se intensificaba, condensaba y subía unos grados en una experiencia que para un puñado de españoles ha sido decisiva --quieran o no; Rosales y yo sí queremos—: las primaveras todavía frías, entre nieve blanca y piornos amarillos, de Gredos. Cuando estos encuentros se desvanecieron, dejándonos una nostalgia difícil de curar, vino a compensarlos, desde 1965, la convivencia en la Academia Española —donde, al revés que en la Facultad, me esperaba Rosales—, y desde el primer jueves me senté a su lado, a su derecha —Pedro Laín a su izquierda—. Nos sentamos juntos y nos sentimos juntos, con una extraña impresión de continuidad y de comunidad hecha de tantas diferencias.
Luis Rosales nació en 1910; pertenece inequívocamente a mi generación. Los que tienen dos años más, por próximos que sean en todo, pertenecen a la anterior: entre ellos y nosotros se interpone esa invisible frontera (los que tienen sólo un año más son casi siempre dudosos, fronterizos, y a veces gravitan indecisamente hacia una u otra de las dos generaciones). Esto quiere decir que Rosales es de los más viejos de la generación nacida en torno a 1916, y esto explica que funcionase como «hermano mayor» en el pequeño mundo de la Facultad, y nunca, por amigo que fuese, al nivel de los más jóvenes profesores, que eran todos de la anterior, de Rafael Lapesa para arriba.
Ahora recuerdo que Luis Rosales, ya desde su juventud, era para nosotros «el poeta Rosales». ¿Por qué? Hacía versos, sin duda; pero ¿quién no los hacia entonces, en la Facultad? Muchas veces he dicho que hasta los veinte años todo el mundo hace versos; después, los poetas y los indiscretos. Todavía no era tiempo de distinguir. En Rosales se adivinaba lo que he seguido viendo luego siempre: la realización, la encarnación de la poesía como forma de vida. Dios me libre de decir que Rosales es el primer poeta español —ni siquiera de su generación—, ni el segundo, ni el tercero, ni el vigésimo; los escalafones nada tienen que hacer aquí —ni en casi ninguna parte—. Lo que puedo decir es que, de todos los poetas que he conocido —y he conocido a muchos, y algunos muy grandes—, ninguno me ha dado tanto la impresión de que la poesía formaba parte de su realidad,- es decir, que no se trataba de que Rosales «hiciese versos», ni siquiera de que fuese capaz de crear poesía, sino que ésta era su condición, su ambiente, su morada, su irreal naturaleza. Si se quiere expresar en términos negativos —no creo que le importe—, diría que no era más que poeta.
Y la cosa es que Rosales ha escrito pocos versos; su obra es escasa, sus libros están separados por años, siempre se han hecho esperar. Es un poeta «infrecuente»; sí, pero permanente. No es un «poeta de domingos», ni de alguna que otra primavera, sino que la poesía es su «ocupación continua» y, sin duda, virtuosa. Yo diría algo que parece trivial: a Rosales «le gusta» la poesía. ¿Se puede decir esto de un poeta? ¿No es algo más radical y profundo la vocación? Sí, pero en Rosales la vocación no ha matado la «afición», del mismo modo que el amor, aun siendo más levantado, no tiene por qué matar el cariño. Probablemente por esto Rosales ni ha abandonado nunca la poesía, ni la ha profanado, ni la ha sacrificado a otras cosas —como hacen a veces grandes poetas.
Quizá es ésta la razón de que Rosales haya evitado tantas tentaciones poéticas. Siendo granadino y habiendo nacido a la poesía hacia 1930, ha tenido siempre un andalucismo refrenado y sin lorquismo; y pudo publicar en 1935 un libro de poesía amorosa, Abril, igualmente independiente de La voz a ti debida, sin ser un eco de esa voz. Pero, por supuesto, llevándolo todo dentro. Y después, muchos años más tarde, ha sabido quedarse en curioso aislamiento, entre los más viejos y los más jóvenes, relativamente desconocido —o, mejor, irreconocido—, pienso que por miedo a no reconocerse a sí mismo cuando se mirase al espejo (eso que, por mucho que me asombre, parece no asustar a tantos escritores, a tantos artistas, y por debajo de ellos, a tantas personas).
Esta impresión mía de Rosales quedaría incompleta si no agregase otra faceta de ella, otro matiz: nunca parece tomar las cosas, ni siquiera la poesía, completamente en serio. Uno de los ingredientes de su realidad es una extraña, infrecuente ironía en dos planos, una ironía que se ironiza a sí misma, y entonces se descubre como seriedad. Es como una piel delgada, que apenas se araña deja brotaila sangre; pero en seguida nos tranquiliza, asegurándonos que «no llegará al río», con lo cual no se pierde la compostura.
Si yo tuviera que definir en tres palabras el temple de Rosales, que es a un tiempo la clave de su poesía y de su persona, diría: resignación alegre y melancólica. Rosales, hombre alegre y divertido, que goza con el mundo y lo que lleva dentro, que siente la melancolía de perderlo —o de ir a perderlo—, es una de las personas más resignadas que conozco, mucho más que los resignados de profesión: porque no sólo se resigna a lo que le pasa y a lo que hace, sino que se resigna también a lo que es.
Yo creo que Rosales es —a tres generaciones de distancia: tomemos esto en serio— de la estirpe de Manuel Machado, tan poco entendido —pero a quien entendió muy bien ¡Unamuno!—. Rosales ha escrito al final de su mejor libro: «Los epígrafes de las distintas partes de este libro son versos preferidos. Quiero sentirme acompañado de ellos. Corresponden a los siguientes autores:
Ciego por voluntad y por destino, de Villamediana.
Desde la voz de un sueño me llamaron, de A. Machado.
La luz del corazón llevo por guía, de Villamediana.
Cuando a escuchar el alma me retiro, de Salinas.
Siempre mañana y nunca mañanamos, de Lope de Vega.»
Entre ellos no hay ninguno de Manuel Machado; y, sin embargo, yo creo que con él «se dice» muchas veces. Yo he oído a Rosales recordar unos admirables versos de Manuel, recitados como cosa propia, desde sí mismo, haciéndolos suyos:
Porque ya
una cosa es la Poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía...
Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.
Luis Rosales, con sus creencias, hace literatura. Pero esto no quiere decir que sus creencias no sean auténticas, que sean «literatura», sino que hace su poesía con ellas. Y para que sean arte, para que sean algo literalmente realizado y comunicable —además de realizado comunicable—, no hay más remedio que hacer literatura con las creencias. Lo que pasa es que son muy pocos los que las tienen, y menos aún los que saben hacer literatura. Y no suele advertirse que esta literatura es precisamente la que permite «decirse a uno mismo» sus creencias, sin que dejen de serlo. Sólo literariamente puede expresarse y formularse la creencia sin que se convierta en otra cosa —y esto explica mucho de lo que está pasando con las creencias en el mundo actual—; sólo la literatura salva la condición credencial uniéndola a la explicitud, dándole transparencia, permitiéndola salir de los fondos oscuros y silenciosos en que normalmente opera.
Esto puede verse en toda la poesía de Rosales, en la religiosa por supuesto, pero todavía más en la de amor. Rosales empezó en Abril escribiendo poesía amorosa —algo tan importante y tan infrecuente, de tan largos eclipses estremecedores—: como Garcilaso, como Fernando de Herrera, como Villamediana, como Lope de Vega, como Quevedo, como Meléndez, como Espronceda, como Bécquer, como Salinas; pero luego ha llegado —como Antonio Machado— a escribir «poesía enamorada», que no es lo mismo y es más sutil.
II
«LA CASA ENCENDIDA»
Pienso que La casa encendida es un extraordinario libro de poesía. Se publicó por primera vez en 1949; una nueva versión, algo ampliada, apareció en 1967 —por supuesto, es el mismo libro—. No es una «colección» de poesías, como son, con unidad o sin ella, casi todos los libros poéticos de nuestro tiempo. (En España, esto quiere decir desde la generación de 1898.) La casa encendida es otra cosa: un poema. Como Voces de gesta, de Valle-Inclán; Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez; Teresa, de Unamuno, y La voz a ti debida, de Salinas. Pero adviértase que los tres primeros son «narrativos», y el segundo en prosa. Si se toman las cosas en todo su rigor y pureza, quedarían los de Salinas y Rosales.
Es un extraño género literario el poema. Ha sido posible o no, según los tiempos; cada época ha tenido que replantearse lo que podría llamarse sus «condiciones de posibilidad». Y las soluciones han sido distintas: algunas felices, muy pocas elegantes, la mayoría frustradas, con frecuencia catastróficas. Hay un problema de unidad, ciertamente; pero no se piense en una unidad «cerrada». Un poema se puede ampliar —Rosales lo ha hecho con La casa encendida—, pero ha de ser como se añaden habitaciones a una casa o se tira un tabique o se condena una puerta o se planta un jardín en un patio.
Un libro de poesía, si es verdaderamente un libro, ha de tener una unidad de «temple» poético; un poema requiere algo más: un «tema», en el sentido concreto de un argumento que no debe ser, justamente, narrativo —salvo en el caso del poema épico, cuyo carácter de poema nos resulta hoy problemático— que encontramos en los grandes poemas épicos clásicos a pesar de la narración, en otras cosas que sería sugestivo precisar. La narración épica, por otra parte, en algún sentido se destemporaliza, se refiere a un tiempo no propiamente histórico, no datable, indeterminado o aoristo, viene a alojarse en unos «tiempos heroicos» de los que se ha hablado con sorprendente naturalidad durante siglos, y que no resultaban demasiado propiamente tiempos
. El argumento del poema es un acontecer que en rigor no «pasa»; más bien «se queda», y es lo que expresan los ingredientes rítmicos, en un sentido o en otro reiterativos; y cuando estos elementos se atenúan, el poeta tiene que valerse de otros recursos de reiteración, que sugieren ese «no pasar» que positivamente es un «que-darse» —en La casa encendida esto es muy visible—. Podría valer la fórmula de Antonio Machado: «confusa la historia y clara la pena» (o la alegría). El sentido, la tonalidad, aquello de que se trata, la sustancia poética resultan claros en la coherencia del poema, mientras que sería ilusorio —o peligroso— contar demasiado la historia, convertirlo en una narración circunstanciada. Imagínese lo que sucedería con La voz a ti debida; es el lastre que impide volar a Teresa.
¿Cuál es el tema de La casa encendida? No hay que buscar muy lejos, porque es un libro bien titulado: su tema es la casa. (El que la casa sea encendida es su culminación, su «desenlace», precisamente en el sutil sentido que esta palabra cobra cuando se trata de un «argumento no-narrativo».) Ahora bien, si se lee con atención este poema de Rosales, se ve que hay varias casas, por lo menos cuatro. Lo más interesante es que todas las casas son la casa, que en rigor no hay más que una casa, como no hay más que un mundo, el mío, ya que yo soy el unificador de todas aquellas realidades que encuentro como circunstancia —en un esencial sin-gular hecho de pluralidad—, en torno de mí. La vida consiste en que nos van siendo casa diversos ámbitos, diversas estancias o moradas. Van siendo para nosotros «la casa». Por eso la lengua tiende a omitir el artículo —«estoy en casa», «vamos a casa»—, y en algunas la casa viene a convertirse en una preposición o un genitivo de posesión y pertenencia —chez, bei, Tom's y no olvidemos el giro «donde Juan» o «lo de Carmen».
La casa es «donde se está», «donde se vive». ¿Cuándo? Habría que contestar con una expresión extraña, que revela la conflictiva estructura de la vida cotidiana: por ahora siempre. De ahí que el tiempo de la casa no sea lineal, sino que esté hecho de curiosas anticipaciones y retrovisiones. Muy al comienzo de La casa encendida encontramos:
Has llegado a tu casa,
y al entrar,
has sentido la extrañeza de tus pasos
que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras,
y encendiste la luz, para volver a comprobar
que todas las cosas están exactamente colocadas como estarán dentro de un año.
Esa cotidianidad de la casa se expresa en la vivencia del «todo es igual». Los primeros versos del poema, los que preceden a los que acabo de citar, dicen:
Porque todo es igual y tú lo sabes,
has llegado a tu casa, y has cerrado la puerta
con ese mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada al calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
Pero la vida es novedad, innovación: y cuando, al comienzo de la segunda parte, aparece el tema del encendido o encendimiento, cuando se ha advertido que
la palabra del alma es la memoria
y que
la sustancia del alma es la palabra.
se concluye con este verso:
porque todo es distinto y tú lo sabes.
El poema de Luis Rosales es una exploración imaginativa, literaria, estrictamente poética, de lo que es la casa. He dicho que son cuatro: la de los padres —en un sentido, todas las casas son «la de los padres», y el hombre se pasa la vida buscándola, tratando de restablecerla y restaurarla, incluso cuando no la ha tenido—; la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid —la casa que compartí con Rosales, viviendo en distintos aposentos, asomándome a otras ventanas. pero «en la misma casa», y por eso me reconozco en ella, me siento «vecino», avecindado en su poema—; la casa solitaria de Altamirano, 34, donde se ve encendida la habitación de enfrente,
la habitación que yo pensé que habitarían mis hijos;
y «la misma» casa, toda encendida al cabo del poema. Y Rosales va de una a otra, permaneciendo siempre en casa, yendo hasta más allá, hasta el fundamento o raíz de todas, al encuentro de sus padres en el Corpus de Granada, como una ideal e irreal casa previa de donde vienen las demás.
¿Qué es una casa? ¿Cuál sería su fórmula, cuál su estructura vivencial, su forma de circunstancialidad concreta? Con tres palabras basta: dentro pero abierto. Si no hay «dentro», si no hay interioridad, no hay casa; si no hay apertura hay prisión —a lo sumo claustro—, pero casa tampoco. En la casa se puede estar —no es casa más que cuando se ha entrado—, pero se puede salir; y aunque no se salga, ahí está la calle, ahí está el mundo, y se puede mirar por las ventanas o balcones, por sobrados o azoteas o terrazas, por claraboyas o celosías —por eso no son casas los edificios clausos que ahora se construyen, vueltos hacia dentro (que ya no es dentro), iluminados por luz eléctrica, sin ventanas, que por ello no están en ninguna parte—. Y ese mundo al cual se mira desde dentro es «practicable», como se dice en el teatro, se puede realmente salir a él, está ofrecido y no prohibido o negado. Esto es la casa.
Rosales ha antepuesto a la suya un «zaguán» —así lo llama—, un soneto muy bello que tengo que copiar entero. Dice así:
Si el corazón perdiera su cimiento,
y vibraran la sangre y la madera
del bosque de la sangre, y se pusiera
toda tu carne en leve movimiento
total, como un alud que avanza lento
borrando en cada paso una frontera,
y fuese una luz fija la ceguera,
y entre el mirar y el ver quedara el viento,
y formasen los muertos que más amas
un bosque ardiendo bajo el mar desnudo
—el bosque de la muerte en que deshoja
un sol, ya en otro cielo, su oro mudo—
y volase un enjambre entre las ramas
donde puso el temblor la primer hoja…
Este soneto da el «temple», anticipa el «argumento» de La casa encendida, es verdaderamente su zaguán —así como el prólogo en prosa que lo precede, fuera del poema, es lo que los andaluces llaman su «compás» preparatorio, donde el alma se va haciendo a lo que la casa va a ser, prometido ya desde la calle, desde el mundo—. El soneto empieza con un condicional —«Si...»— y termina, sin salir de él, sin conclusión, con unos puntos suspensivos. Si pasara todo eso, si las cosas fueran así, si la realidad presentara esa faz, ¿qué? El poeta no dice nada, no concluye ni cierra, lo deja todo abierto. La conclusión es el poema. Si todo fuera así... entonces, La casa encendida. Éste sería el ingente «raciocinio» lírico.
La interioridad está abierta. Se puede «vivir» dentro de ese soneto, pero no termina, se abre hacia el exterior por la ventana de los puntos suspensivos. La «oración principal» está en la calle, fuera, en el ancho mundo. Por eso funciona como una casa: dentro pero abierto.
Las cuatro casas —que no aparecen en orden temporal, más bien al contrario, la de los padres se manifiesta cada vez más al final del poema, en una esencial vuelta: «vivir es ver volver», dice Rosales repitiendo a Azorín— no terminan, ni en rigor tampoco empiezan: perviven, se prolongan, se anticipan, se transita ideal-mente de una a otra, porque todas son la casa. (La Facultad, con sus personas vivas, con sus nombres propios bien conocidos, con su alegría y sus dramas en sordina o en silencio, con su lirismo, es para mí especialmente conmovedora y luminosa: la recreación por otros ojos de «mi» mundo de cinco años y de todos los que han venido después.)
La forma en que Rosales consigue esa interioridad aliada a la apertura es, sobre todo, la metáfora; porque la metáfora es lo mismo: la expresión en la que se puede estar pero que nos lanza afuera, más allá de sí misma. Como la vida humana, la metáfora es vectorial —para usar el concepto que tanto me ha servido en la Antropología metafísica—. Por ejemplo, así:
y ahora es ya la memoria que se ilumina como un cabo de vela que se enciende con otra,
y ahora es ya el corazón que se enciende con otro corazón que yo he tenido antes.
O bien:
Volvíamos de la clase donde nosotros nos sentábamos entre el latín y entre el silencio de ella.
O más adelante:
Las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir.
Y, cuando se vuelve a su infancia —o aun mira hacia atrás— las metáforas se multiplican:
el viejecillo del puesto de golosinas tenía cara de lápiz; su madre, antes de ser novia,
era núbil,
y era morena muy despacio,
y hablaba desde dentro de un niño;
y en la niñez al cansancio le llamábamos noche todavía;
y Pepona llegaba hasta nosotros con aquel alborozo de negra en baño siempre,
con aquella alegría de madre con ventanas
que hablaban todas a la vez...
y era tan perezosa,
que sólo con sentarse
comenzaba a tener un gesto completamente inútil de pañuelo doblado,
de pañuelo de hierbas.
Y Luis Cristóbal ha crecido en su vida
como se clava una bisagra en la puerta para evitar que se desquicie.
Donde Rosales hace un uso más deliberado y profundo de la metáfora es en los versos dedicados al padre —la persona a quien más he querido en el mundo—:
tú que sigues llevándome en la voz igual que azúcar desleída...
y trabajabas por entero como trabajan las raíces en la tierra y las monjas hospitalarias…
y hablabas necesariamente
como el minero busca la salida en la mina cuando se ha hundido la galería.
En cierto sentido, es la recapitulación. El diálogo con el padre es la vuelta a los orígenes desde el presente —mejor, desde el futuro, desde los proyectos—, es la vuelta a la casa desde la otra casa, desde la ¿definitiva? No, no hay más que una, y no es la nuestra, ni la de los padres —si acaso, la del Padre—. Pero lo que resulta claro es que sólo se puede estar en la casa de hoy cuando se vuelve a las de ayer —a todas las de ayer—; y que sólo se puede volver a éstas desde hoy y desde mañana: sólo puede volver el hombre vivo, el que somos y queremos ser; no el muerto que se quedó en el pasado. Entonces es cuando la casa puede estar encendida.
JULIÁN MARÍAS.
1971.
Transcripción del prólogo de Julián Marías a «Biografía de Sancho Panza», de Hipólito Rafael Romero Flores, disponible, en formato imágen, en la web de Quijote Educa. No dejen de visitarla para más información sobre este libro.
Prólogo
Mi amigo Romero Flores, a imitación de Don Quijote, ha buscado compañía de escudero, para su segunda salida; pero al revés que el Hidalgo, no por haber salido escarmentado, sino par haber vuelto triunfante de la primera edición de su Biografía de Sancho Panza. Y poco ha tenido que persuadirme para quo lo acompañe: Sancho Panza es tan viejo amigo mio, que no he podido resistir mucho tiempo la tentación de hablar de él y con él, de pasar, con tan buen pretexto, una temporada en el mundo mágico de Miguel de Cervantes.
Tiene Romero Flores vivo amor a Sancho Panza; yo diría aún algo más: siente hacia él lo que se podría llamar un "amor justo", para usar la expresión de Brentano, pero no quiero decir solo con ello que lo ama justamente por ser amable, porque Sancho lo merece y es digno de ello, sino que, además, lo ama con justa cualidad de amor, con un amor discreto y adecuado. Y esto es más difícil. ¿Habéis visto, por ejemplo, cosa más enojosa que muchos que hacen profesión de amar a los animales, perros, gatos, pájaros y caballos? No es que esté mal que los amen; es que los aman mal, inadecuada e inoportunamente. Muchos aman a un podenco como a un niño en su cuna; a un gato de Angora como a una estrella de cine. No, no se puede amar igual a Sancho Panza y a Ofelia. Romero Flores lo trata con cierta cariñosa aspereza, con sobriedad, a veces con socarrones., siempre a cierta distancia; cuando lo acaricia, suele ser con unas rápidas palmadas, como las que tanto halagan, en el fuerte cuello, a un mastín.
Y así va surgiendo le vida de Sancho; y con ella, claro esta, la de Don Quijote, que es la misma. Por algo Unamuno, que habla escrito primero al frente de sus cuartillas La vida de Don Quijote y de Sancho, tachó sobre el manuscrito la segunda, preposición, y al imprimir el libro, el articulo, y dejó el título así: Vida de Don Quijote y Sancho; o lo que es lo mismo, vida de Sancho y Don Quijote.
Hace ya muchos años, y por mérito principal de Unamuno, aunque no solo suyo, que se superó y rectificó la imagen habitual de un Sancho "opuesto' a Don Quijote, como se oponen el "realismo" v el "idealismo", lo "material" y lo "espiritual", la "generosidad" y el "egoismo". Se comprendió la participación de Sancho en la empresa quijotesca, la "quijotización" del escudero -con no poca "sanchificación" del Caballero de la Triste Figura-. Frente a los que nos aconsejan ser Quijotes o bien Sanchos, Ortega advirtió hace más de cuarenta años que Cervantes vino al mundo para ponernos más allá de esa oposición, que eso precisamente significa su libro, y que si no, fuera así, se, hubiera fatigado en vano escribiéndolo. El personaje principal del Quijote no es Don Quijote: es la pareja, es Don Quijote y Sancho, personaje dual, esencial amistad desnivelada y, por eso, dinámica. Don Quijote y Sancho no están, en efecto -como suelen los amigos-, al mismo nivel, a igual altura humana; hay entre ellos lo que podríamos llamar una "diferencia de potencial", y por eso pasa de uno a otro una corriente eléctrica y, en ocasiones -cuando se separan un poco-, violentos, tonificadores chispazos.
Pero hay todavía algo más: Don Quijote es un loco. Conviene tomar esto en serio, porque significa que, para realizar su imposible pretensión de Caballero Andante, tiene que ejercer violencia sobre el mundo, transformarlo e interpretarlo a su manera de suerte que haga posible su vocación. Alguna vez he advertido que las aventuras de Don Quijote no son reales, pero con ello no se quiere decir que no existan, que sean meros sueños o alucinaciones; las aventuras -y sus lamentables consecuencias- eran efectivas, y esto se manifestaba para su protagonista del modo más violento y contundente; pero eran siempre "otra cosa" de lo que Don Quijote creía, estaban afectadas por un coeficiente de irrealidad que Don Quijote acaba por aceptar melancólicamente; renuncia al resultado, a la "realización" de la aventura, y se qeca con el esfuerzo, que es lo que está en su mano: "Bien podrán los encantadores quitarme la aventura, pero el esfuerzo y el ánimo será impoisble". Dicho con otras palabras, Don Quijote superpone a lo que llamamos el mundo real otro privativo suyo en el que las ventas son castillos; los odres, gigantes; los rebaños, ejércitos; las bacías, yelmos. De ahí la constante colisión con ese mundo "real" de los demás, y sobre todo con éstos, con los otros hombres. En este momento interviene Sancho. No es casual que el escudero acompañe. a Don Quijote únicamente después de su primera salida; el Caballero empieza por enfrentarse con el mundo ajeno directamente; sus empresas están condenadas al fracaso desde el primer momento, porque el choque es demasiado violento y brusco, y, en efecto, Don Quijote vuelve maltrecho a su aldea apenas salido de ella sin haber conseguido ni siquiera alejarse de su contorno.
Cuando Sancho se incorpora al mundo de Don Quijote, las cosas varían. Sancho está cuerdo,ve el mundo como los demás, los frailes le parecen frailes, los Molinos de viento, molinos; Maritornes, una moza de mesón; pero, sin embargo, mientras la "circunstancia" de Don Quijote es completamente ajena a la del cura, el barbero, el ventero o los Duques, no ocurre así con Sancho; Don Quijote y su escudero tienen circunstancias distintas porque uno está loco el otro cuerdo, pero son "comunicantes"; es decir, uno y otro "conviven" en sentido estricto, no sólo coexisten en el mismo ámbito físico. Sancho, desde su cordura. descalifica e invalida la perspectiva de Don Quijote, pero la conoce, la ve desde dentro, la entiende, está "asociado" a ella, y su repulsa es secundaria a su comprensión. A riesgo de ser un poco pedante yo diría que Sancho partIcipa de la "asuncion", de la Annahme en que se mueve Don Quijote, aunque luego su tesis es opuesta, quiero decir que cuando Don Quijote adhiere y afirma, Sancho, desde su buen sentido, niega. El mundo de Don Quijote le es presente, tiene existencia para él, se instala en su interior provisionalmente, aunque a la hora de la verdad brinque presuroso hacia el mundo común. En alguna medida, pues, Don Quijote y Sancho tienen el "mismo" mundo en el cual se combinan dos ideas de la realidad, y por eso sus vidas tienen recíprocamente sentido. Así„ dentro de la empresa quijotesca se introduce una nueva perspectiva: la de Sancho, que va y viene y hace, en definitiva, posible que Don Quijote circule por la Mancha, llegue hasta Sierra Morena, hasta Aragón y Barcelona.
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede Sancho participar en los dos mundos, el de su señor y el de sus convecinos? La vía por la cual Sancho Panza penetra en el mundo fantasmagórico y demencial de Don Quijote es éste mismo: Sancho ve a Don Quijote como Don Quijote. Cuando en el capítulo V de la primera parte, el labrador vecino que caritativamente ayuda a Don Quijote protesta afectuosamente de su dislates, le dice: "Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí!, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijada". Y Don Quijote responde magníficamente: "Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce pares de Francia y aun todos los nueve de la fama, pues a a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías". Esta pretensión de Don Quijote no tiene eco, no es compartida por nadie, es entendida como simple demencia y desvarío, porque Don Quijote va solo y todavía no tiene escudero; pero desde la segunda salida, las cosas no serán asi: Sancho no es escudero del señor Quijada los señores Quijada no tienen escuderos-, sino de Don Quijote de la Mancha. "Yo sé quién soy", dice éste, y pudo agregar: "Y Sancho lo cree y atestigua". Sancho Panza no acepta la interpretación quijotesca de "cada elemento" de la realidad -y por eso permanece en el mundo de la cordura-, pero sí la pretensión de Don Quijote, y con ella el mundo de la caballería, la posibilidad de la aventura, la verosimilitud de la ínsula Barataria, su propia personalidad de escudero.
En un articulo de 1915,decía muy finamente Unamuno: "Don Quijote se hacia el loco. Lo que no quiere decir que no lo estuviese. Como que su heroica locura, su locura sublime consistió en hacerse el loco frente al mundo, en tomar éste no como es, sino como él creia y quería que fuese". Ahí está la diferencia y la semejanza a un tiempo: Sancho quiere que el mundo sea como su amo lo finge; un mundo en que hay triunfos, batallas, princesas, condados e ínsulas que gobernar; pero no lo cree, no tiene la audacia de despegar de la realidad y proyectarse entero en esa interpretación; sólo cree -con creencia personal- en Don Quijote, y esto por vía de amor, por encariñamiento con él, por confianza personal en su bondad, en su veracidad, en la autenticidad de su vocación. Y está en lo cierto: el mundo no es el que Don Quijote afirma, pero Don Quijote es quien es, un caballero andante, porque "cada uno es artífice de su ventura", y "yo lo he sido de la mía". Al asumir el "quijotismo" o "quijotidad", auténticamente y hasta sus últimas consecuencias, Alonso Quijada o Quijano adquiere una nueva realidad que los demás no conocen y Sancho sí. Éste se comporta rectamente frente a su amo, pero aspira a permanecer instalado en el mundo cotidiano de los demás, en el que había sido el suyo hasta que Don Quijote lo sonsacó y persuadió a que fuese su escudero. Y aquí sobreviene la imposibilidad y el núcleo mismo del tema del Quijote.
Quizá ningún otro ejemplo muestra con más claridad la significación de la tesis orteguiana "yo soy yo y mi circunstancia". El "yo" de Don Quijote incluye su circunstancia, su mundo irreal, demencial, en que es posible la caballería. Al aceptar a Don Quijote, Sancho recibe con él esa circunstancia en la que se resiste a entrar. A la inversa, los que rechazan en absoluto la circunstancia quijotesca, pierden a Don Quijote, quedan ajenos a él, no se enteran de "quién" es. Unos, como el Cura, el Barbero y Sansón Carrasco, afincados en su mundo manchego, hacen volver a él a Don Quijote, hasta por la fuerza, pero lo pierden; el final de la primera parte es simbólico: meten en una jaula a Don Quijote y lo llevan a su aldea; al abrir de nuevo la jaula, no pueden sino a Alonso Quijada; Don Quijote se ha volatizado: privado de su circunstancia ha muerto, como el pez, extraído del agua. Los otros -así los duques, y en general los personajes de la segunda parte- conocen a Don Quijote de fama, de oidas, creen saber quién en un loco. Y como esto significa "nadie", aceptan la ficción de la circunstancia quijotes. como tal ficción y Don Quijote vuelve evaporarse: pasan junto a él, lo tratan, se burlan, y ni siquiera lo sospechan. ¿Por qué? Justamente porque el mundo de la aventura no era ficción para Don Quijote, sino precisamente lo contrario; al interpretarlo así, lo vacían y desvirtúan y dejan en hueco la personalidad del demente, puro soporte de juegos y burlas. Por eso tiene tan honda melancolía la segunda parte del Quijote, en que el protagonista es mejor tratado, recibe menos golpes y denuestos, pero sólo porque "no es tomado en serio", porque los que lo encuentran creen saber ya a qué atenerse -un loco- y ni siquiera se irritan y lo vapulean. En la primera parte, los otros hombres toman al desgarbado jinete por un hombre reaccionan a sus actos "de verdad"; sólo a última hora empiezan entrever su insensatez, que Ies sirve de explicación y aquietamiento. En la segunda, parten de una interpretación previa: es un loco muy divertido de quien no hay que hacer caso -solo el eclesiástico intemperante del palacio de los Duques vuelve a tratarlo como en otros tiempos, y por eso arranca de Don Quijote, como de umpedernal, maravillosos chispazos de realidad efectiva-; es un necio inofensivo, bueno sólo para jugar con él, distraer ocios o como en Barcelona, amenizar la vida de sociedad. Nada hay más triste.
Y en Sancho se produce una transformación análoga, como era de esperar. Porque lo que lo define es vivir entre las dos circunstancias, la quijotesca y la común, y al cambiar ésta varía él también. A medida que Don Quijote se acendra y se depura, Sancho se quijotiza más hondamente, su participación en ese mundo es más completa e incurable; pero siente constantes tentaciones: la vanagloria al ser famoso y "personaje literario" -por eso lo devuelve a su autenticidad el gobierno de la ínsula, en el que tropieza con la "realidad" y se ve obligado a sacar las consecuencias de ese personaje.; ciertos impulsos de rebeldía frente a su amo; la convicción de que "se puede jugar" con él -desencanto de Dulcinea-; el contagio inconfesado de la visión de Don Quijote como tipo risible. A medida que Don Quijote se s a haciendo problemático a sus propios ojos le acontece lo mismo a Sancho. Cuando Don Quijote (parte II, capítulo LVIII) dice de los santos de los retablos: "Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos", Sancho se siente inquieto y maravillado: "Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido su señor..." Y con ello, como si no se hubiese conocido a sí mismo, hasts tal punto, que cuando Don Quijote, próximo a morir, recobrada la razón, reniega de su mundo de aventura y caballería, Sancho no puede volver: es él ahora quien sabe quién es Don Quijote, porque sólo así puede ser él quien es; Don Quijote tiene que ser el Caballero; porque si no, ¿cómo va a ser Sancho Panza el que, irremediablemente, es el Escudero?
Agosto de 1955.
Julián Marías