POR IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO UNIVERSIDAD DE LA CORUÑA/
Actualizado 14/07/2004 - 08:02:08
 
 

JULIÁN Marías acaba de cumplir noventa años. Si la cifra es, de por sí, un éxito, colmarlos de limpio servicio a la verdad es casi un prodigio. Hace dos años, en un libro colectivo publicado en homenaje al pensador, se ocupaba Gregorio Salvador del desliz idiomático que entraña la expresión «culpables de mérito». Se trata, por supuesto, de culpables sin culpa. Con el uso indiscriminado de la palabra «culpable» en una presunta acepción favorable (por ejemplo, culpable, con su gol, de la victoria de su equipo), se difumina la distinción entre la culpa y el mérito, entre las malas y las buenas obras. Pero acaso haya otra acepción que cuadre a Marías. Es «culpable» del mérito de la excelencia. Y eso no suele perdonarse, sobre todo, por los verdaderos convictos de mediocridad. El primer deber de un pueblo es la gratitud hacia sus hombres mejores, hacia los más sabios. No siempre lo cumplen.

Julián Marías es un filósofo. Cuando tantas veces se emplea la palabra de forma vana o usurpadora, complace utilizarla con propiedad, en su sentido genuino. Y lo es porque aspira a esclarecer la realidad como un todo y su sentido profundo y latente. Él pertenece a esa exigua estirpe platónica de los «amigos de mirar», de los que aspiran a la claridad y a la plenitud de la verdad. Y no hay verdadera filosofía si no se da en su autor el temple filosófico. Se trata, ante todo, de una actitud moral, de un imperativo de veracidad, sin el que no es posible el acceso a la verdad, a una verdad que sólo se rinde a quienes la buscan desde el fondo insobornable de su personalidad. Así, Marías puede afirmar que no ha escrito una sola línea que no hubiera pensado, bajo la que no pudiera estampar su firma. Y siempre ha evitado la maledicencia. Su forma de criticar la mentira y el error es proclamar la verdad y el acierto. Pero sin fustigar, si no es indirectamente o por alusiones, a los reos. Siempre ha preferido, con razón, la libertad a la seguridad. La filosofía de Marías es «visión responsable», verdad y libertad, análisis de la vida personal, aspiración a la claridad. Lo claro puede ser falso, pero ninguna verdad puede albergar lo que no es claro. Pues hay también, cómo no, una claridad de lo profundo.

Católico y liberal, su compromiso con la libertad y su condición de discípulo de Ortega y Gasset le trajeron la hostilidad de las dos Españas hemipléjicas, pero también la amistad y el reconocimiento de la España una, eterna y entera. Mientras algunos «progresistas» reconvertidos habían obtenido cátedras, reconocimiento y ventajas durante el franquismo, él vivió de sus escritos, cursos privados y conferencias, alejado de la Universidad y de la vida oficial. Cuando se consumó el tránsito hacia la libertad, que describió en ejemplares artículos, algunos de esos beneficiarios del franquismo y de la recuperada democracia, los que siempre están a las maduras, se permitieron descalificar a Marías, e incluso difamarlo, quizá precisamente por su coherencia y por su defensa de la libertad, cualidades que ellos no podían exhibir. Es una vieja historia conocida. A él, precisamente a él, que había combatido en el Ejército republicano, que había sufrido la cárcel por la delación de un falso amigo y que había sido apartado de la Universidad pública. Acaso por ser católico, liberal y orteguiano, y, por ello, hostil a todas las disciplinas destructoras de la libertad, entre ellas, el comunismo, tan idolatrado por los falsos amigos de la libertad. Y es que su sola trayectoria intelectual y vital desmonta y desmiente tantos falsos tópicos.

No es poco lo que se puede aprender, lo que hemos aprendido, de Marías. Todo ello está escrito en sus libros y artículos y proclamado por su palabra. Lo primero, la idea de la filosofía como «visión responsable» y como vocación y pasión al servicio de la verdad. La filosofía está vedada a quienes no son veraces. Pues si la veracidad no garantiza la adquisición de la verdad, la falta de veracidad impide de suyo acceder a ella. La dedicación a la filosofía requiere una condición moral previa en sus aspirantes: la limpieza de corazón y el compromiso con la verdad, una verdad que sólo se rinde a quienes la buscan y, por ello, la aman. Sólo es posible la filosofía si se parte de la asunción de la condición personal del hombre. Todo el pensamiento de Marías está penetrado por la convicción de que el hombre no es cosa sino persona, realidad espiritual, no dada de antemano, sino que debe hacerse; empresa y tarea, pues. Y, por ello, libertad. La filosofía es, en su primer apartado, como enseñó Ortega, teoría de la vida humana, análisis de esa faena en que consiste el humano existir. Y, luego, vida colectiva o social, Estado y política. Pero una política que no puede concebirse sino como ejercicio y defensa de la libertad, sustrato de la condición personal del hombre. No existe otra política que la que se orienta hacia la libertad personal. La libertad no puede confundirse con el capricho y el arbitrio. No consiste en servir a los dictados de la real gana, sino en el cumplimiento del deber, de la exigencia que cada día trae consigo. Uno de los más saludables y fértiles resultados de la lectura de Marías procede de que él y su filosofía están siempre presentes al lector. Cumple la involución orteguiana del libro al diálogo. Por eso puede iluminar todos aquellos aspectos de la realidad que aborda, desde la literatura al cine, desde la política nacional e internacional a la reflexión sobre España o, mejor, las Españas. No es posible entender nuestra Nación sin la referencia al cristianismo y a la dimensión americana. A España sólo se la comprende desde el otro lado del Atlántico. Y, como fundamento inexcusable, la dimensión religiosa de la existencia humana, pues, aparte de su catolicismo, Marías enseña que sin la dimensión de la trascendencia y de la inmortalidad personal queda amputado lo esencial de lo humano.

Este imperativo intelectual, esta vocación, no puede prescindir de la presencia pública a través del periódico. Desde hace décadas, Marías ejerce su magisterio en esa plaza pública que es el diario. Por fortuna para los lectores de ABC, las últimas décadas en estas páginas. Como su maestro Ortega, ha acertado a ser «aristócrata en la plazuela». Y ya que hablamos del magisterio orteguiano, acaso convenga recordar que Marías ha ejercido la condición discipular del mejor modo posible, acaso del único: asumir el ejemplo, aprender, pero huir de la mera repetición escolástica de las tesis del maestro, que no es el oráculo de la verdad sino quien nos eleva e incita a pensar y a buscar la verdad por nosotros mismos.

Hoy, cargado de años y de sabiduría, puede estar satisfecho del cumplimiento de su vocación y de la fertilidad de sus trayectorias. Una vocación y unas trayectorias colmadas pero felizmente inconclusas. Uno de sus hijos, Javier Marías, ha escrito, en el volumen colectivo antes citado, que el lema de su padre fue «que por mí no quede». Ciertamente, lo ha cumplido. Por él, desde luego, no quedará. Acaso una elevada aspiración intelectual pudiera ser satisfecha si se acertara a ser algo así como un altavoz amplificador de algunas ideas fundamentales defendidas por Julián Marías. No es poco. Pero no hay hombre sin culpa. Su culpa mayor, bendita culpa, consiste en ser «culpable de mérito».