Ediciones Encuentro, Madrid, 2012, 59 págs., 10 euros.
Va de año en año aumentando la talla intelectual y moral de Manuel García Morente, opacada en parte por la figura abarcante de Ortega, en parte por nuestra natural tendencia —así estamos— a desmerecer nuestros mejores acervos, en parte, también, por el vivir a espaldas del pensamiento que explica tantas cosas de nuestro malestar. A tal acrecentamiento de nuestro pensador jienense contribuyó sin duda la paciente edición de sus Obras completas en 1997 a cargo de Juan Miguel Palacios y Rogelio Rovira, que se dejaron en la empresa tanta ilusión como esfuerzos robados al sueño.
Y buena prueba de la conveniencia de acudir a Morente y sus honduras luminosas es esta obrita editada en la ya imprescindible colección Opuscula philosophica de Encuentro, que rescata un breve pero intenso ensayo morenteano de 1931. Mas el libro en su prodigalidad nos regala además gratísima propina. A modo de contrapunto, contiene un ensayo ex profeso de Juan José García Norro —profesor actual de Metafísica en la que fue venerable Facultad de Filosofía de la Universidad Central— en el que da réplica con fina inteligencia y socrática ironía a las tesis de su admirado maestro sobre el tema en torno. Como si este diálogo filosófico, con sus idas y venidas, descubrimientos y titubeos, hallazgos de verdades y atención a las cosas, procurando como Platón «salvar las apariencias», se produjera por entre los pasillos azulejados de aquella facultad cuya altura tanto labró su primer rector, no otro que García Morente. Es decir, como si García Norro viviese en verdad y última instancia en conversación con los difuntos y escuchara con los ojos a los muertos egregios, que bien parecen estar muy vivos para quien quiera atenderlos.
El tema objeto de las indagaciones del pensador jienense y del profesor madrileño es ciertamente estupendo y nada baladí: ¿Qué icono —sea escultura o cuadro— simboliza mejor el acto de pensar, el filosofar mismo? Hay fundadas sospechas que tema tan grave ocupase alguna de las tertulias de Ortega en aquel pórtico ateniense que fue la redacción de Revista de Occidente a partir de 1923. Sabido es que Ortega desechó de un plumazo El pensador de Rodin y, de paso, Il penseroso de Miguel Ángel, para quedarse a cambio con el soberbio San Idelfonso del Greco. Pero en realidad, Ortega, urgido por otras menesterosidades, no dedicó a la cuestión la morosidad que requería el tema.
Dejado al vuelo el tema, García Morente sí lo recogió con la parsimonia precisa poco más tarde. Y comulga con su maestro en no aceptar como símbolo del filosofar la escultura maestra rodineana, pero dando esta vez cuenta y razón de su rechazo merced a una distinción formidable que introduce: la que media entre inteligencia y pensamiento. La inteligencia surge ante un problema y se orienta a la acción. El pensamiento mana de la admiración y se dirige cordialmente no a la acción sino a la especulación sobre la verdad de las cosas, en su concreción íntima. Lo primero —la inteligencia— lo representa El pensador, tan presto a la acción, mas no lo segundo.
Por eso tampoco Il penseroso, en su vago mirar de ensueño y rememoraciones, acierta a reflejar qué sea eso que llamamos desde hace veinticinco siglos filosofar. Y es que, para mayor abundamiento, falta otro requisito fundamental a tan soberbias esculturas: la alteridad propia del diálogo filosófico. Ese «pensar con otros» que vemos en la actividad socrática y, a poco que nos fijemos, en todos los grandes maestros de la filosofía. Por eso acierta a decir el pensador jienense que la filosofía es al mismo tiempo pedagogía, y que el filósofo, tan pronto como quiere expresarse, se convierte justamente en pedagogo. Así las cosas, ¿dónde encontrar, pues, la escultura que ilustre tan peculiar actividad especulativa dialógica y pedagógica a un tiempo? El magnífico rector de la Central cree hallarla en El doncel de Sigüenza, en esa callada conversación entre el caballero y el libro —si no siempre entendido siempre abierto—, aduciendo para ello muy serias razones en una digresión filosófica tan espléndida que nos deja, como concluye Morente, «un sabor inolvidable de eternidad» como regusto del genuino filosofar.
Y en este iter recorrido por Morente en busca de la iconografía del pensamiento, va a salir cordialmente al paso su discípulo García Norro para confrontar con él sus tesis e hipótesis, al modo peripatético. En muchas cosas está de acuerdo con su maestro. Pero no le satisface del todo la elección final de El doncel de Sigüenza. No cree García Norro, y le asiste mucha razón, que cumpla cabalmente los requisitos establecidos por el propio Morente. Y propone a cambio dos sugerentes obras de arte, que sí los cumplirían y salvarían las apariencias de la ardua cuestión suscitada. Se las reservo al lector para no malgastar su curiosidad. Una de ellas, la definitiva, es escultura ciertamente moderna y original y revela todo el ingenio y la pulcra inteligencia de García Norro. Pero también su socrática ironía en ese diálogo ciertamente real con su desaparecido maestro, ahora interlocutor presente. Las eternidades se van, según parece, así encadenando.
Y como estas no acaban, me permito apuntar que la elección última del actual profesor de Metafísica me deja un algo de perplejidades. Me gustaría poder exponerlas pero como en ciertos diálogos platónicos, en el pórtico cae ya la noche y los pedagogos anuncian el fin de las disquisiciones. Todo sea quedar un día con nuestro autor en algún banco de la vieja facultad y mostrarle tal o cual presunta objeción. Para que sigan brotando en la amigable conversación esa suerte de «pensamientos cuya gran dulzura probara que habían nacido para ser inmortales», según el verso incomparable de Wordsworth que significa otra manera de anticipar eternidades.