Julián Marías en el desordenado orden que reina en su despacho de su casa de Madrid, en una imagen de archivo.
 
 
 
 


Conversaciones íntimas con...

Julián Marías

Lo visitamos con la disculpa de que han vuelto a contar su vida en formato de libro (“Julián Marías”, de Helio Carpintero), pero cualquier excusa sería buena. Y aunque no le hizo mucha gracia, porque anda achacoso de salud, fue amable y departió. Encontramos a un sabio inconsolable, inventor de ideas y palabras, independiente, inagotable, mercenario de la verdad, actualísimo a sus 87 años.

Elena Pita

Julián Marías es un señor bueno y amable con risa de sabio, traicionado por dos cejas coléricas sobre sus ojos azulísimos. De eso, de sus ojos, anda aquejado estos días; hasta temió perder la visión de su ojo bueno. Pero ya pasó. Hoy, el filósofo está enfadado con la doméstica, porque hace más de dos horas que salió a una consulta médica y no regresa. Y quién atiende el teléfono, y quién abre la puerta. Pues la visita ante rior. “Ya, ya me explicará ella la tardanza, a ver”. La visita, a su vez, me hace pasar al salón. La puerta al abrirse deja escapar una vaharada de papel. Rimeros de libros campan a sus anchas sobre sillones, mesas, butacas: libros como hongos devorando espacio. Montañas que no parecen haberse movido desde que su hijo Javier se dejara fotografiar en idéntico escenario, y hace años que el hijo escritor se mudó de domicilio. Retratos y grabados cuelgan de los anaqueles, no hay otro hueco más que libros en las paredes. En una esquina que parece lejanísima, tan diminuta es su visión: el filósofo, que aguarda la cita sentado en su orejero. Delicado de salud: “Yo siempre me había sentido muy bien en mi cuerpo, hasta ahora” (87 años).

Tiene una memoria limpia y un relato ordenado, de extraordinaria mesura. “De eso me acuerdo bien” (se sonríe). Le he preguntado por un pacto de infancia que hizo con su único hermano, mayor, fallecido años después: los dos se comprometían a luchar por la verdad. Lo cuenta Helio Carpintero en la última biografía del filósofo, que ha sido editada por la Diputación de Valladolid. Los hermanos Marías tenían cinco y ocho años. “Fue en el año que vinimos a vivir a Madrid, el 19, el año del metro. Un día nos pusimos detrás de la puerta del comedor de nuestra casa y prometimos no mentir. De mi hermano no estoy completamente seguro, pero yo lo he cumplido. Tengo una especie de antipatía a la mentira. No la soporto”. Valladolid, 1914. Nace el año en que Ortega proclamaba su circunstancia: ¿premonitorio? “No, no creo en esas cosas”. Casualidades. Ortega y Unamuno son la columna vertebral de su vocación filosófica, que no le nació hasta el primer año de facultad. Eso sí, de una manera inequívoca. Había cursado el bachillerato en Ciencias y se iba a matricular en Químicas, pero a la vez, porque “empezaba a sentir una cierta inquietud”, convalidó asignaturas y completó el de letras, y se apuntó también a Filosofía, en la misma universidad, entonces en San Bernardo. Subía y bajaba escaleras para no perder clases de uno y otro lado. Terminado el primer año, con matrículas de honor en Química, “comprendí que mi vocación era la Filosofía”. Que entonces era otra cosa, un oficio tal vez. “No, lo que pasa es que entonces la Filosofía interesaba más. La filosofía española entre el 31 y el 36 era absolutamente extraordinaria, estaban Ortega, Zubiri, Besteiro, Gaos, Morente... Yo creo que la nuestra era la mejor facultad de Europa, pero vino la Guerra Civil y lo arrasó todo”. Y a él lo metieron preso entre mayo y agosto del 39. Por delación de un compañero, “que además lo era desde el bachillerato”, cuyo nombre Marías nunca ha revelado, ni siquiera ahora, que puede que esté muerto. “Yo hablo de la gente buena, inteligente, estimable. A la gente que me ha hecho cosas malas no la nombro. Hice referencia al hecho porque no podía ocultarlo, y porque me causaron mucho daño: después de la cárcel sufrí años de persecución constante, durante 12 años no pude enseñar ni escribir un artículo de periódico. Yo qué sé por qué me delató, fue una cosa muy triste”.

–Don Julián, ¿cómo sobrevive un filósofo cuando las ideas están proscritas, un filósofo sin cátedra y con cuatro hijos?

–Podía hacer traducciones y libros, y de eso viví.

–¿Se hizo escritor sin vocación literaria?

–No podía ser otra cosa, pero además yo había empezado a escribir en mi primerísima juventud, y había hecho traducción. Me parece capital escribir, no sólo saber hacerlo sino tener la necesidad.

Escribió una Historia de la Filosofía para preservar el espíritu de la facultad desaparecida, y el libro tuvo una difusión desmedida. Le sorprendió entonces y le sigue sorprendiendo, porque sigue reeditándose: acaba de recibir dos nuevas impresiones. “Siiiií, es un libro al cual le tengo mucha gratitud, me parece que lleva 45 ediciones. Apareció en enero del 41, y nos casamos en agosto, gracias a que el libro se empezaba a vender. Nos casamos sin nada, sin muebles, nada, la situación era económicamente casi inverosímil”. Pero se querían. Julián Marías y Lolita Franco, filósofos ambos. Al tiempo, el libro le cerraba las puertas de la cultura oficial: “Yo he sido siempre un exiliado, no de la sociedad, sino del Estado español. Viví 12 años a salto de mata”. Le suspendieron la tesis doctoral, le vetaron para cubrir la cátedra dejada por Ortega, viajó en cambio invitado a numerosas universidades norteamericanas. Vivía con su mujer y su familia, que crecía en un pisito de la Madrileña calle Covarrubias; se intercambiaban la máquina de escribir, que echaba humo noche y día. Pero, ¿quién compraba sus escritos? “Bueno, mi mujer escribió un solo libro, España como preocupación. Los libros los compraba la gente que no sabía quién era yo, y eso era lo mejor, porque era un señor que acababa de salir de la cárcel y que estaba muy mal visto. En los periódicos sí se hacían críticas, aunque no pude publicar artículos hasta el 63”. Su mujer enseñaba en dos colegios y luego, juntos, formaron una especie de academia, Aula Nueva, para preparar el examen de acceso a la universidad. Aparte de la docencia, él se dedicaba a los libros y ella, a los hijos. “Tardamos tiempo en tenerlos, entonces tuvo que dejar los cursos para dedicarse absolutamente a los hijos. Yo le decía muchas veces, ‘tú haces una cosa mucho más difícil e importante que yo: yo hago libros y tú, personas’. Y le han salido bastante notables”. Julián Marías, para quien el aborto es la mayor aberración cometida en el siglo XX, mayor aún que la paternidad desatendida, ha reflexionado y escrito largo sobre la mujer (La mujer en el siglo XX, La mujer y su sombra).

–¿Se considera usted un feminista?

–Siempre me ha interesado la mujer. No, feminista no. ¿Sabes lo que respondió Valle Inclán a esta pregunta?: “No, no, yo soy mujeriego”, dijo. Yo tampoco soy mujeriego, pero tengo entusiasmo por la mujer. La mujer es por lo menos tan persona como el hombre, pero son dos personalidades muy distintas y su razón vital también lo es. La mujer ve la realidad de otro modo. Y eso es la gracia de la Humanidad, lo valioso.

Volviendo al tiempo, año 51, le aprueban la tesis doctoral, que él presentó de nuevo, esta vez a regañadientes, más por compromiso. Y ya en el 64, entra en la Real Academia de la Lengua. ¿A qué se debió ese cambio de actitud? “La cultura oficial no me ha admitido nunca, ni ahora. Yo siempre he sido muy independiente, no he escrito una línea que no piense: esté de moda o no esté”.

Discípulo de Ortega, embebido en el cristianismo unamuniano, cristiano confesísimo, defensor a ultranza de la españolidad. “No se puede hablar de los intelectuales de ahora en general, algunos siguen preocupándose por la nación y otros, no. Yo tengo interés por las naciones, pero por todas: el nacionalismo me parece una estupidez. Los ismos me fastidian. Soy de una raza, claro, pero no sé cuál, no soy racista. Pertenezco a una nación, pero no soy nacionalista. El nacionalismo es una corrupción de la idea de nación”. Dice cosas de los vascos como que son la quintaesencia de lo español y, sin embargo, nunca le han molestado por ello, “no se ocupan de mí, tal vez teman que si se ponen a discutir, no quede ni uno. Porque yo procuro tener razón, y si no la tengo, rectifico. Y procuro también tener en cuenta a los demás, y no le niego a nadie su parte de razón. Pienso las cosas bastante, y he escrito muchos miles de páginas y he tenido pocos errores. Tampoco me he callado las cosas, he dicho mucho que iba contra lo admitido. Siempre hay alguna libertad, al menos la que uno se toma, pagando el precio”. Y aquí se arranca por un montón de anécdotas divertidas sobre la censura, que hoy tachaba y mañana, donde había tachado, concedía. Él no tiraba los artículos censurados, los volvía a presentar al cabo de un tiempo: todo dependía de cómo uno cogiera al censor, viene a decir.

En total, 66 han sido los libros publicados, aunque él no lleve la cuenta.

–¿Ha vivido bien de su escritura?

–Bueno, los libros nunca dan mucho dinero, pero sí, he vivido con sencillez. El trabajo intelectual no se paga mucho, pero yo nunca he debido nada a nadie. A veces había que comprar un abrigo o unos zapatos y bueno, se quedaba para el año siguiente. A mi mujer no le preocupó nunca.

A sus hijos nunca les faltó nada, “no, eran hijos ricos de padres pobres”. Y bien orgulloso que puede estar de ellos. “No, lo de orgulloso no es, no estoy orgulloso de nada: estoy contento, me gusta lo que hacen, son buenos, decentes, han resultado bastante notables y no son un clan, cada uno es cada uno. Yo a mis hijos les leo, el mayor es economista y crítico de cine, luego el segundo es catedrático y ha escrito mucho de arte y el tercero es flautista y musicólogo y también escribe muy bien”. La escritura como método de conocimiento.

Cuando Julián Marías recibió el premio Príncipe de Asturias (1996), dijo que… “Lo que dije (me ataja) es que lo había tomado como un contratiempo agradable”. No es que sea antipático, es que es independiente hasta el extremo. “Me fastidió que me dieran un premio, pero era agradable, y me alegró que mucha gente se alegró”. Dijo (retomando) que le quedaban dos libros por escribir: La perspectiva cristiana y Persona, que ya están ahí. Luego cabría deducir que ya no escribe. “Ahora estoy escribiendo artículos. He interrumpido los libros, porque hace falta una cierta tranquilidad y ya llevo aproximadamente un año que no estoy bien, tengo dificultad de movimientos, con la buena salud que yo he tenido, lo a gusto que me he sentido en mi cuerpo. Pero voy recuperándome y pienso, pienso escribir todavía otro par de libros, creo que sí”. El elixir de la escritura, bálsamo contra el tiempo: “Para mí es absolutamente necesaria”

Se considera un superviviente desde la muerte de su queridísima mujer (1977), siempre lo ha dicho, porque hay cosas de las que uno no se recupera y “el que se consuela, poca realidad tiene”. Duros golpes le ha dado la muerte, primero la de su único hermano, luego la de su primer hijo y después vino la de Lolita. “Muchos, muchos golpes, porque yo quiero mucho”. También a sus amigos, que se le van. Y uno parece no estar nunca curado del batacazo que da: “No, es que no se consuela uno de muchas cosas, y menos mal, porque si uno es capaz de consolarse de todo... Mi mujer y yo nunca nos hemos consolado de la muerte de ese niño; se cicatriza, se cubre de cosas, en fin. Y no digamos la muerte de ella: eso no hay quien lo supere, ni de lejos”.

Afirma el filósofo que la sociedad moderna vive de espaldas a la muerte y que éste es uno de los motivos de nuestra desorientación rampante, a la que también contribuyen, dice, la televisión omnipresente, los medios de comunicación sobresaturados y el fútbol televisado, que es todo lo mismo. “Se procura evitar el pensar en la muerte, que es una cosa evidentemente muy inquietante, dolorosa, tanto la ajena como la propia en la medida en que uno la anticipa, pero tiene un puesto muy importante en la vida: es un error no contar con ella. Y la vejez tiene una función muy positiva, que es la recapitulación, el tomar posesión de lo que uno ha sido. La muerte es parte natural de la vida, y permite una articulación. Cuando uno rehuye la muerte, vive menos”. Es función fundamental de la filosofía saber reconciliarnos con ella: “Tomar posesión de la vida íntegra, porque qué pasa después de la muerte. Hay gente que dice que después de la vida no pasa nada, pero eso es casi siempre insincero. Es difícil pensar que uno va a seguir viviendo de otra forma después de la muerte, pero es más difícil todavía creer que no hay nada”. ¿Y usted, qué cree? “Que hay otra vida, por supuesto. Lo creo con un fondo de inseguridad, de angustia, pero me parece mucho más inverosímil la idea de la desaparición. Mire usted, hay una razón capital: la persona es la forma suprema de la realidad, la idea de que todo se transforme menos la persona es inverosímil”. ¿Y el miedo? “Ahora la gente tiene pasión por la seguridad. Entonces, como la perduración de la vida no es segura, prefiere la nada”. ¿Y el miedo de usted, le tiene miedo? “No, miedo no. Tristeza sí me produce, porque la vida siempre vale la pena, siempre se puede hacer algo más. Ser persona es poder ser más”. ¿Y qué más podría ser don Julián, qué ilusión le queda? “Ser más de verdad, y descubrir nuevas expresiones”.

   
   

 

   

 

   
   
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